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En los afectos del pueblo

Unknown | 20:36 | 0 comments

Por: CXD

Rafael Corporán de los Santos, materia y alma dominicanas, ya no amenazará gratamente con seguir. Esta vez sin rastros atrás que le faciliten el regreso, se ha marchado hacia lo desconocido; y con él, un pedazo de la historia moderna de las comunicaciones en la República Dominicana, un accidente de la política vernácula, un amasijo de experiencias que recrean la vida misma. Desafortunadamente, se ha ido una conciencia social templada por las tentaciones materiales. 

Con su muerte que muchos con razón sienten con fuerza sísmica, desaparece un reflejo fiel de esa porción de la sociedad dominicana que ha hecho del cada día una batalla continua contra la adversidad, que se levanta con presteza tras la caída y que de la debilidad extrae, paradójicamente, fuerza. Con marcada persistencia, ese jirón social reproduce los vicios y virtudes que a todos los humanos nos son propios y que en el fragor de la subsistencia son imposibles de definir con el expediente maniqueo del bien y del mal.

Pena que las escasas celebridades dominicanas sufran de pereza narrativa y no arrimen sus vivencias al árbol de algún escritor fantasma que las convierta en autobiografía o biografía autorizada. De haber sido el caso, las páginas del Viejo Corpo nos enseñarían a todos cuán valioso y difícil es el currículum que cursó en el centro docente donde se graduó con los honores máximos tanto en la carrera de grado como en el doctorado: la Universidad de la Vida. Bastarían unas pocas páginas para entrever la facilidad con que se da la hipocresía, las otras lástimas de la miseria material, los engaños al doblar de cada esquina, el espejismo de los llamados triunfos y tantas otras lecciones que aprendió ese afro-dominicano gracias a la inteligencia que le vino en sus genes de gente del montón.

Ocultar el pasado es imperativo y arte para quienes borrar el origen humilde, como si fuese un baldón haber nacido pobre y sufrir los rigores de la indigencia, es condición sine qua non de una existencia pretendidamente feliz. Por el contrario, Corporán relataba con gusto cuánto le había costado escalar las alturas del mundo social y económico de nuestro pedazo isleño. Me olvidé cuándo y cómo lo conocí, pero repetía a la primera oportunidad el relato orgulloso de que había cargado sacos en La Manicera, uno de sus primeros trabajos. No es tarea para endebles, esa de animal de carga, humano pero igualmente doméstico. En ese tiempo, la mecánica no había reemplazado aún al músculo en el acarreo de la materia prima para la industria. En mi niñez, me preguntaba cómo soportaban los obreros al servicio de mi padre comerciante transportar esas bolsas de henequén o sisal repletas de arroz, cacao, habichuelas o café hasta el cobertizo del almacén por una escalera angosta. O colmar el último hueco de un camión Magirus Deutz o Mercedes Benz con sacos cuidadosamente colocados uno arriba del otro, fila tras fila, cubiertos luego con una lona cuyos extremos se ataban a la cola de madera de la bestia de motor rugiente. Al final de la jornada y tras varios camiones despachados, se ufanaban de los tantos quintales que habían levantado.

Corporán durmió en los mercados, a la espera de que asomara el día para oficiar de peón de carga. Anduvo por camas propias y ajenas por ese submundo de los llamados barrios marginados, localizados en el corazón del Santo Domingo pequeño, aldeano, atrasado, con pretensiones de melanina baja, en aquel entonces de sus aventuras laborales. Se venció a sí mismo y a su entorno de lastre cuando se hizo locutor e incursionó en la radio. Tenía sus ídolos de carne y hueso, y presumía de la amistad de tres a quienes llamaba papás: José Miguel Bonetti, Alejandro Grullón y el desaparecido Pérez Ricart. Bonetti era y es de los dueños de la antigua Manicera, y la entereza del peón sumada a la bonhomía del patrón convirtieron la relación laboral en una amistad que los años antes que mellar fortalecieron. La mano amiga no sembró en terreno estéril.

Genio y figura hasta la sepultura. Esos primeros programas de radio en que el Viejo Corpo fungía de comunicador mayor eran estridentes, de pésimo gusto y música diseñada y compuesta para molestar los oídos de una élite. No se sintonizaba una emisora y un programa radiofónico. Se sintonizaba al pueblo llano, humilde, necesitado, confeccionado con el mismo barro y polvo de Corporán. La humildad y el abrazo sincero de sus orígenes le abrieron las puertas grandes del gran pueblo. El color y la sabiduría convencional que ha acuñado un concepto particular de belleza fueron armas que blandió con destreza e inteligencia: El Club de los Monos. Tito Campusano, Corporán de los Santos, el musical Johnny Ventura. Tamaños corporales diferentes, la misma "baja altura" social. ¿Quién había osado proclamarse negro y feo en estas tierras de sol ardiente, y donde no muchos años atrás su dueño y señor, otro Rafael pero apellidado Trujillo Molina, se valía de toda una línea de afeites para contrabandear como blanca una piel facial evidentemente morena, mulata? 

El invento, no, mejor dicho el descubrimiento de la eficiencia comunicacional, era un jolgorio radiofónico, con abundancia de ron del que Corpo había sido gran consumidor y promotor, chistes de colores encendidos o apagados, lenguaje barriobajero, chercha, chismecitos y regalos para satisfacer las necesidades compendiadas en el pan nuestro de cada día. Cuando las ganancias bien habidas y unos préstamos concedidos a tiempo y en condiciones favorables le convirtieron en empresario, el nombre escogido para la emisora recogía lo que había sido su carrera hasta ese entonces: Popular. Nunca antes el pueblo común, corriente y mayoritario había encontrado el punto correcto del dial, salvo quizás cuando Radio Guarachita. Pero aquella era otra época, que no se correspondía ya con el proceso acelerado de urbanización que vivía República Dominicana.

Su profunda vocación social. Sería mi respuesta a una pregunta sobre una característica que definiera cabalmente a Rafael Corporán de los Santos. Era genuina, nacida de su experiencia vital, fruto de sus convicciones más íntimas. Su tránsito por la política destiñó un tanto esa imagen de hombre desprendido, fiel cultor del mandamiento aquel de amar al prójimo como a uno mismo. Quizás el ego le jugó una mala pasada, pero canjeó su popularidad por votos y en la operación se ganó el Ayuntamiento de Santo Domingo. Probablemente no pudo resistir los cantos de sirena o la música del mejor encantandor de serpientes que ha producido la tierra que dijo Colón haber amado más: Joaquín Balaguer. Para cualquier partido, el Viejo Corpo era un activo. Los reformistas vencieron en la contabilidad electoral.

Hizo lo que pudo, huérfano de experiencia política y destreza para manejarse en los vericuetos de la otra vida pública. Cometió otros errores, y fue confundir sus finanzas personales con las municipales. Me contó un día que ante la escasez de recursos había recurrido a sus ahorros para mejorar las instalaciones del cabildo y hasta para comprar una planta eléctrica de emergencia. Que había pedido a su amigo Alejandro Grullón facilitarle un crédito de varios millones de pesos para cuestiones urgentes. Si fui Santo Tomás en ese momento, años después me convencí de que el Viejo Corpo no me mintió. Salió del Ayuntamiento más pobre que cuando entró. Es más, su incursión en la política fue el principio del final de su bonanza económica. Sus negocios se resintieron, y el epílogo es aún muy reciente como para olvidarlo. Creyó posible arreglar el Ayuntamiento con su propia chequera y pagó muy caro el yerro.

Corporán hacía reír, y de él se reían muchos a mandíbulas batientes. Su salto a la televisión fue una osadía, mas consolidó sus credenciales de comunicador eficiente, avezado, siempre atento a las veleidades del público. Sábado de Corporán fue la culminación de su carrera y, una vez más, sus debilidades devinieron fortalezas. Sus tropiezos verbales y riña con el buen decir son antológicos, pero contribuían a afianzarlo en el favor popular y a agenciarle publicidad bien pagada. Si le faltaban frases elegantes y bien construidas, le sobraban gracejo y "tigueraje". Concursos fáciles, buenos premios y un sorprendente programa de asistencia social ponían el resto. Se ha dicho, y es verdad, nadie tocó a las puertas de Corporán que no recibiera alguna ayuda. Y esa ayuda no salía de bolsillos oficiales, sino de los suyos, tan maltrechos al final como su salud. Lo hacía convencido de que su buena fortuna debía compartirla con los de allá abajo.

El Viejo Corpo se apagaba. Mi último contacto con él fueron varias llamadas que me hizo a Londres, cuando era allí embajador. Buscaba ayudar a alguien y reclamaba la cooperación del amigo. Me dijo que estaba enfermo, pero que peleaba con la vida para que esta no lo abandonara. Se despidió con un chiste. Como siempre, tratando de hacer feliz al otro.

Sabía de los problemas de Sábado de Corporán. Los anunciantes se habían marchado con los televidentes. La receta de artistas del montón, música mala, concursos y, en fin, la temática del programa, ya no funcionaban. Rafael Corporán de los Santos estaba cansado, agotado, pero se resistía a admitirlo. Ya no vendía, como se dice en la jerga publicitaria. Su vida había sido extremadamente dura, descuidada en muchos sentidos. Cuando leí sobre el homenaje en Color Visión para despedirlo, recordé un mediodía cuando me invitó a comer en un restaurante capitaleño ya desaparecido, sin otro objetivo que compartir la mesa, tomarnos unas copas y hablar banalidades. Esa tarde descubrí la facilidad con que el viejo guerrero de la radio dominicana se burlaba de sí mismo, cuán humilde era, cuán alejado estaba de las pretensiones que colman las seseras de las celebridades de todas las latitudes. Gente que entraba, gente que iba a nuestra mesa a saludar. Comenzó por decir que en Villa no se bebía vino, pero que conmigo aprendía. Luego, para rematar su despreocupación por su escaso cultivo de la buena mesa y las maneras, me soltó un chiste: "En días pasados salí con un amigo, y pidió un whisky 'on the rocks'. Como yo no sabía lo que era eso, dije que me dieran lo mismo pero con hielo".

Entre trago y bocado, me reí de la ocurrencia. En verdad, Corporán se rió de la sociedad dominicana toda su vida. Aprendió muy temprano que todos llevamos el "tíguere" dentro. La diferencia estriba en que unos consumen la vida entera tratando de mantenerlo enjaulado. El, por su lado, le abrió las rejas y aprendió a convivir con él en la realidad. Por eso era auténtico, humilde, de una sola pieza. Y por eso hoy muchos sentimos su partida con fuerza sísmica, nunca mayor, empero, que la demostrada por él en sus empeños que concluyeron ya para siempre. Ganó la batalla de la vida, lo derrotó la muerte. Todos hemos perdido.


Corporán hacía reír, 

y de él se reían muchos 

a mandíbulas batientes. 

Su salto a la televisión 

fue una osadía, mas 

consolidó sus credenciales 

de comunicador eficiente, 

avezado, siempre atento 

a las veleidades 

del público.

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